Hola, Eruditos!

Qué lindo mes noviembre, cómo nos gusta la ciudad en esta época del año. Nos comenzamos a preparar para cerrar el 2025 de la mejor manera. 

 

Es un mes con libros muy interesantes, que luego les dejo abajo, pero quienes estuvieron en el encuentro de la suscripción mensual, degustando torta húngara en honor al amigo Laszlo, saben que mencionamos el cuento de Borges. Por esta fábula filosófica, de laberintos, contemplación y el tiempo.

Les dejamos el cuento completo "El jardín de los senderos que se bifurcan":

A Victoria Ocampo 

En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una  ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de  artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916  y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán  Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente  declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés  en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos  páginas iniciales. 

«… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en  alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor  Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o  debía parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido  arrestado, o asesinado. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte.  Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las  órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a  abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte,  de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con  llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados  de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones  ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de  haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después  reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos  de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la  tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí… El casi intolerable recuerdo  del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi  terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda  feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo  parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo  traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el  parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo,  pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz humana era muy  pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso,  que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano  esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente  periódicos… Dije en voz alta: “Debo huir”. Me incorporé sin ruido, en una inútil  perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la  mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos.  Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y  la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del  departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir inmediatamente (y  que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme  valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi  plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de  transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.

Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie  no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania,  no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía.  Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es  menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue  Goethe… Lo hice, porque yo sentía que el jefe tenía en poco a los de mi raza —a los  innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía  salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían  golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo,  bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué  preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho  es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le  dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una  estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta.  Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén.  Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor  los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre  que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden.  Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal. 

De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado  mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos,  siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que esa victoria mínima  prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa  que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos  sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a  buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo  que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino  guerreros y bandoleros; les doy este consejo: “El ejecutor de una empresa atroz debe  imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el  pasado”. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia  de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura,  entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación.  “¿Ashgrove?”, les pregunté a unos chicos en el andén. “Ashgrove”, contestaron. Bajé. 

Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de sombra.  Uno me interrogó: “¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?”. Sin aguardar  contestación, otro dijo: “La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese  camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda”. Les arrojé  una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste,  lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y  circular parecía acompañarme. 

Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi  desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de  siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para  descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano  soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó  a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era  insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto  perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé  borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados  y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de  laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que  implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino  de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo.  El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive  que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino  bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica  se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia.  Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros  hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua,  ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda  y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda  casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había  aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un  timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió. 

Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos  anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de  la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón  y dijo lentamente en mi idioma. 

—Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá  ver el jardín? 

Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado: —¿El jardín? 

—El jardín de senderos que se bifurcan. 

Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:

 

—El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên. 

—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante. 

El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de  libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos  tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la  Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba  junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior  de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de  Persia… 

Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de  ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me  refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”. 

Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj  circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi  determinación irrevocable podía esperar. 

—Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su  provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de  los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para  componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia,  del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece  años en el pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron  sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al  fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación. 

—Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa  publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios.  Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto… 

—Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado. —¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo…

—Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro  inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años,  los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên  diría una vez: “Me retiro a escribir un libro”. Y otra: “Me retiro a construir un laberinto”.  Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El  pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el  hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en  las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me  sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del  problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que  fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí. 

Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y  renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y  cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y  fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: “Dejo a  los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan”. Devolví en  silencio la hoja. Albert prosiguió: 

—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede  ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un  volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar  indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las mil y una  noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a  referir textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la  noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,  hereditaria, trasmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un  capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me  distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los  contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el  manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: “Dejo a los  varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan”. Casi en el acto  comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios  porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el  espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada 

vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras;  en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así,  diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las  contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su  puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede  matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden  morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto  de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen:  por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi  enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos  unas páginas. 

Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo  inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo  capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una  montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y  logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el  que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y  logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos  admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un  imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla  occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un  mandamiento secreto: “Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón,  violenta la espada, resignados a matar y a morir”. 

Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible  pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes  ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo  prefiguraban. Stephen Albert prosiguió: 

—No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo  verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En  su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable.  Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no  se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama (y harto  lo confirma su vida) sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó  como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura  en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se  explica usted esa voluntaria omisión? 

Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me  dijo: 

—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida? Reflexioné un momento y repuse: 

—La palabra ajedrez

—Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme  adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención  de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis  evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió,  en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He  confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los  copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído  restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una  sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A  diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme,  absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de  tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan,  se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No  existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no  usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi  casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas  mismas palabras, pero soy un error, un fantasma. 

—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín  de Ts’ui Pên. 

—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia  innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba  la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert  y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y  la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese  hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el  capitán Richard Madden. 

—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo  la carta? 

Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la  espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó  sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación. 

Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la  horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la  ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que  propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera  asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi  problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y  que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede  saber) mi innumerable contrición y cansancio».

 

Si no entendieron nada, quédense tranquilos.... es cuestión de volver a leer y releer, este cuento fascinante!

 

 

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Hasta la próxima, 

nos vemos en la libre! 

Cami y Martin